Ella tenía la piel blanca, cual muñequita de porcelana, y el rostro en forma de corazón. Tenía los ojos de un marrón chocolate tan profundo, que con una sola mirada bastó para conquistar a su primer y único amor. Tenía una torpeza extrema, pero que a él le resultaba encantadora. Ella tenía un complejo de inferioridad, una gran timidez, y, usualmente, no se veía a sí misma con claridad. Era hermosa, con una inocencia atípica, digna de un ángel. Y los ángeles siempre van al cielo.
El la miró. Ahora, en su lecho de muerte, Bella seguía igual de perfecta, como la primera vez que la había visto, cuando ambos eran unos adolescentes en el Instituto. Recordó su boda, el nacimiento de sus hijos, todas y cada uno de los momentos que compartió a su lado.
Acarició el pálido rostro de su esposa y besó suavemente sus labios, y sus párpados caídos.
—Te amo. —Susurró con su voz de terciopelo gastada por los años.
Lentamente, Edward se acostó junto a ella, dejando que sus desteñidos cabellos cobrizos se aplastaran en la almohada. Tomó con suavidad la arrugada mano de Bella entre la suya y cerró sus ojos esmeraldas, decidido a dejarse morir, para hacer compañía en la eternidad a su amada.
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